Es la década de los 80 y un grupo de niños rema en canoa en el Parque Provincial Killarney de Canadá, en medio de un cristalino lago color turquesa que se ve muy poco natural.
La explicación de esta agua prístina es poco alentadora.
Se debe a que este lago cerca de las industrias de níquel y cobre de la ciudad de Sudbury, Ontario, ha sido radicalmente alterado por la lluvia ácida.
Casi todos los seres vivos en el agua, como las pequeñas algas que normalmente bloquearían que la luz llega a las profundidades, se han ido, dejando el agua aquí y en los lagos de toda la región con un hermoso, pero inquietante tono aguamarina, reseñó El Nacional.
Avancemos rápidamente hasta 2019 y ubiquémonos en otro conjunto de lagos en un rincón remoto del noroeste de Ontario. Ahí trabaja la bióloga Cyndy Desjardins, quien busca unos camarones de agua dulce llamados Mysis.
Desjardins es parte de un equipo que intenta cerrar el ciclo de un experimento de lluvia ácida que comenzó en la década de 1970.
En los peores casos, la lluvia ácida despojó de bosques a Europa, arrasó con la vida en lagos de Canadá y Estados Unidos, y perjudicó la salud humana y los cultivos en China, donde el problema persiste.
Hoy hay pocas dudas de que la causa fue el dióxido de azufre y los óxidos de nitrógeno emitidos por combustibles fósiles de automóviles e instalaciones industriales.
Cuando se combinan con agua y oxígeno en la atmósfera, estos contaminantes del aire se transforman en ácido sulfúrico y nítrico. Las gotas ácidas en las nubes caen como lluvia, nieve o granizo.